En la última entrada estuvimos hablando de cómo funcionan y de cuán fabulosos que son los antibióticos. Hoy veremos la otra cara de la moneda: la resistencia por parte de las bacterias.
Datos preocupantes
Los antibióticos han sido un arma casi milagrosa contra las infecciones bacterianas, pero, como cabía esperar, el enemigo no se dejará aplastar así como así (y menos tratándose de bacterias). Si las cosas siguen como están, la resistencia a los antibióticos será uno de los grandes problemas que tendremos que enfrentar en este siglo. En abril de este año, la OMS publicó un informe sobre resistencia a antimicrobianos [1] en el que se recogen unos datos escalofriantes: cada vez hay más bacterias resistentes a uno o varios antibióticos. De hecho, hay algunas que son resistentes prácticamente a todos los antibióticos que podrían acabar con ellas. Además, en muchos lugares los patógenos resistentes son responsables de una importante proporción de las enfermedades infecciosas. Por ejemplo, en ciertas regiones el 80% de las infecciones de por Staphylococcus aureus (una bacteria que puede causar infecciones cutáneas y septicemias) están asociadas a cepas resistentes a la meticilina, un antibiótico de la misma familia que la penicilina.
¿De dónde salen las bacterias resistentes?
Al igual que los antibióticos no nos los inventamos nosotros, la resistencia a ellos tampoco es ninguna novedad. Como hemos visto, en la naturaleza hay microorganismos que fabrican antibióticos para eliminar a los competidores que pueda haber en su entorno. No es de extrañar, por tanto, que en esos lugares hayan evolucionado bacterias resistentes. Capaces de sobrevivir donde nadie más puede, la resistencia les aporta enormes ventajas. Y no olvidemos las propias bacterias productoras de antibióticos: ellas mismas han de ser resistentes a las sustancias que producen; de lo contrario, al fabricarlas se estarían suicidando.
La resistencia a los antibióticos se puede desarrollar de formas diversas. Una manera, no muy frecuente, es que una bacteria sufra una mutación que impida el funcionamiento del antibiótico (las bacterias tienen mayor tendencia a sufrir mutaciones). Por suerte para nosotros, esto no pasa muy a menudo.

Tomemos como ejemplo la ciprofloxacina (azul en el dibujo), vista en la entrada anterior. Este antibiótico inhibe la acción de la enzima ADN girasa (en tono rojizo), al unirse a ella.
Si se produce una mutación en el gen de esta enzima, puede cambiar su estructura (recordemos que las proteínas se sintetizan según la información del ADN), de forma que la ciprofloxacina ya no encaje. En este caso, ya no podrá inhibirla y… ¡pluf! El antibiótico ya no servirá de nada, así que las bacterias seguirán reproduciéndose tan alegremente.
Lo que sí sucede con mayor frecuencia es la transferencia horizontal de genes de resistencia (uy, qué frase más chunga). No os preocupéis, que me explico. Las bacterias no tienen sexo propiamente dicho: no existen bacterias y bacterios. Esto les supone un gran inconveniente, hablando en términos evolutivos, porque el sexo aporta un plus considerable de variabilidad genética a las especies (podemos hablar de ello en detalle otro día). Por suerte para ellas, tienen mecanismos alternativos para conseguir ese plus de variabilidad: el intercambio de ADN. Son especialistas en pasarse genes las unas a las otras. Y aquí llegamos al quid de la cuestión: El problema viene cuando los genes que se pasan les confieren resistencia a algún antibiótico. Una sola bacteria puede transmitir un gen de resistencia a muchísimas otras. Además, son terriblemente promiscuas y generosas: les da igual que el beneficiario no sea de su misma especie.
Imaginaos la siguiente situación: Un chico muy majo llamado Tomás ingiere una Escherichia coli (o E. coli, una bacteria muy común en nuestro tracto digestivo, que no suele ser patógena) resistente a un antibiótico. Esta E. coli llega a nuestro intestino, donde se acomoda tranquilamente. De vez en cuando, va repartiendo sus genes de resistencia a otras bacterias que se encuentra por allí. Un día, Tomás viaja a la India, con la mala suerte de que en un restaurante le sirven ensalada kachumber contaminada con un tipo de Salmonella causante de la fiebre tifoidea (para los curiosos: Salmonella enterica serovar Typhi o Paratyphi). Esta Salmonella, que en un principio no es resistente a los antibióticos, llega al intestino de Tomás, con muy mala leche y deseosa de multiplicarse. Nuestra E. coli, inocente y generosa como siempre, le transmite sus genes de resistencia. Y si esos genes permiten a la Salmonella resistir a un antibiótico que se use para combatirla (como la amoxicilina, por ejemplo), ya tenemos el lío armado.
Si al desarrollar la enfermedad Tomás se medicara precisamente con amoxicilina, estaría erradicando a las bacterias de su intestino; exceptuando a la promiscua E. coli y a todas aquellas a las que hubiera transferido el gen de resistencia, incluida la Salmonella, con lo que la medicación sería totalmente inútil. Por suerte para Tomás, normalmente se utiliza ciprofloxacina para tratar la fiebre tifoidea, en lugar de la amoxicilina [2] , así que en este caso no tendría problemas. Sin embargo, hay lugares en los que la mayoría de cepas de Salmonella sí son resistentes a la ciprofloxacina.
Mecanismos de resistencia
Ahora sabemos cómo consiguen adquirir la resistencia las bacterias, pero ¿en qué consiste esa resistencia? ¿Cómo lo hacen para sobrevivir a los antibióticos? Ya hemos visto una forma de que una bacteria se vuelva resistente: que se produzca una mutación en el gen de la diana de un antibiótico; pero existen otras muchas estrategias. Veremos un par de ejemplos.
Hay bacterias capaces de degradar o modificar químicamente un antibiótico, de forma que ya no sea funcional. Es lo que suele ocurrir en la resistencia a la penicilina y la amoxicilina (de la misma familia). Algunas bacterias tienen una enzima llamada beta-lactamasa, que degrada estos antibióticos, y por lo tanto son resistentes a ellas. Por ejemplo, es bastante común en Salmonella y E. coli [3] (como las que se comió nuestro amigo Tomás).
Por otro lado, los antibióticos tienen que actuar dentro de las células bacterianas. Por eso, otro mecanismo de resistencia es bombearlos al exterior de la célula en cuanto entran, mediante proteínas que se denominan bombas de eflujo. Un ejemplo de ello podría ser la resistencia a la isoniazida en Mycobacterium tuberculosis, la bacteria que provoca la tuberculosis (como su nombre bien indica) [4]. La isoniazida es un antimicrobiano sintético, y se utiliza como tratamiento principal contra esta enfermedad.

Un peligroso y engreído Mycobacterium tuberculosis resistente a la isoniazida (en azul), con sus bombas de eflujo. Mejor no cruzarse en su camino.
En estas dos estrategias de resistencia se requieren proteínas bastante complejas, por lo que es habitual que sus genes se adquieran por transferencia génica horizontal, aunque no siempre es así. Además, también puede ser que se obtengan genes de dianas mutados, en lugar de que se produzca la mutación espontáneamente. Es el caso del Staphylococcus aureus resistente a la meticilina, que comentábamos al principio. En el mundo de las bacterias todo vale con tal de sobrevivir.
Un problema que va en aumento
Ahora que ya tenemos una idea de cómo se lo montan las bacterias para resistir a los antibióticos, volvamos al tema inicial. Cada vez hay más y más bacterias resistentes. ¿Por qué?
Hace unos párrafos hablábamos de la evolución de la resistencia a los antibióticos en la naturaleza. En el ámbito terapéutico, el concepto es el mismo; el uso masivo de antibióticos por la población favorece la selección de las bacterias resistentes. Básicamente, si uno se medica con un antibiótico, estará matando a todas las bacterias susceptibles que haya en una determinada área de su cuerpo, dependiendo del antibiótico y de cómo lo utilice. En cambio, las bacterias resistentes no morirán; al contrario: habremos eliminado a sus competidoras y podrán crecer mejor. Así es como funciona la selección (natural o artificial).
Cuando hay una infección bacteriana grave, no hay más remedio que administrar antibiótico a los pacientes, aunque eso implique cierto riesgo de seleccionar alguna bacteria resistente. El beneficio supera el riesgo claramente.
El problema no es ése. No, el gran problema es el uso masivo e indiscriminado de antibióticos, cuando no hay infecciones bacterianas o incluso en individuos sanos. En la última entrada hablábamos de que hay que evitar tomar antibióticos cuando estamos infectados por un virus, porque al virus le van a dar igual: no le afectan. Es más, posiblemente estaremos seleccionando bacterias inocuas pero resistentes, que podrían pasar la resistencia a futuras bacterias patógenas, como sucedió en el caso de Tomás. Por eso hay que tener claro cuando una infección es vírica o bacteriana, y eso lo tiene que hacer un médico. Aunque también hay que decir que algunos médicos (por suerte cada vez menos) tienden a recetar antibióticos sin ton ni son, con tal de curarse en salud.
¿Hay alguna solución?
Lo mejor que podemos hacer para luchar contra la resistencia a los antimicrobianos es prevenirla, minimizando su uso. No sólo se ha abusado de ellos en el ámbito médico; también era frecuente administrarlos de forma sistemática al ganado para prevenir enfermedades e incrementar beneficios, lo cual está actualmente prohibido en la Unión Europea [5]. Por otro lado, es muy importante terminar los tratamientos según la prescripción médica, aunque desaparezcan los síntomas. Hay bacterias que son parcialmente resistentes; si dejamos el tratamiento a medias, pueden sobrevivir y más tarde adquirir una resistencia total.
Otra posible solución es administrar terapias combinadas o bien antibióticos conjuntamente con inhibidores a su propia resistencia. Por ejemplo, la amoxicilina se suele vender en un preparado junto con ácido clavulánico (hablamos de ello en la entrada anterior). Este compuesto es un inhibidor de la beta-lactamasa, enzima que puede degradar la amoxicilina, como hemos visto más arriba [6].
También se está investigando en otra dirección bastante interesante: los bacteriófagos. Se trata de virus que infectan específicamente bacterias. A nosotros no nos provocan ningún perjuicio, así que la idea sería administrar estos virus a los pacientes, en lugar de antibióticos. Por ahora sólo se utilizan comercialmente en Rusia y Georgia [7]; habrá que ver lo que nos depara el futuro.

Un montón de bacteriófagos infectando una bacteria, vistos con microscopio electrónico. Fuente: Wikimedia Commons
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«¡Achís! Qué dolor de garganta, cuántos mocos… Me encuentro fatal. Ah, pero no hay tiempo de ir al médico. Vete a saber cuándo me van a dar hora. A lo mejor tendrán que hacerme pruebas. Y dentro de dos días tengo una reunión de empresa… Uf, mejor tomarse el Augmentine por si acaso, que siempre funciona, y a tirar.»
Si esta entrada sirve para que no volváis a pensar algo así, estaré enormemente satisfecha. Porque la resistencia a los antibióticos es un problema muy grave, y espero que ahora lo entendáis mejor. Porque la mayoría de las infecciones que sufrimos a lo largo de nuestra vida son víricas, se resuelven solas, y tomando antibióticos a ciegas sólo nos estamos perjudicando a nosotros mismos. Porque los antibióticos y antimicrobianos no son algo que nos podamos tomar a broma. Son la única arma que tenemos contra las bacterias, y las bacterias son unas enemigas formidables y despiadadas, aunque a menudo nos olvidemos de ello.
Referencias
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Antimicrobial resistance: Global report on surveillance 2014, Organización Mundial de la Salud
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Parry, C. M. & Beeching, N. J. Treatment of enteric fever. BMJ 338, b1159 (2009)
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Poole, K. Efflux pumps as antimicrobial resistance mechanisms. Ann. Med. 39, 162–76 (2007)
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Drawz, S. M. & Bonomo, R. A. Three decades of beta-lactamase inhibitors. Clin. Microbiol. Rev. 23, 160–201 (2010)
Muy buen post, ya que ayuda a difundir un problema del que mucha gente (entre las que me incluía) no era consciente. Me ha surgido una pequeña duda, no obstante: cuando has dicho el nombre de la Salmonella causante de la fiebre tifoïdea, Salmonella enterica serovar typhi o paratyphi, has puesto todas las palabras excepto «serovar» en cursiva. Has escrito «serovar» de forma normal por alguna razón en concreto?
Muchas gracias, y ánimo con el blog, es fantástico
El mundo de la taxonomía (la ciencia que se dedica a clasificar los seres vivos, para ser concisos) es bastante complejo. Y en lo que concierne a la taxonomía de microorganismos, especialmente de bacterias, ya es para tirarse de los pelos.
Los organismos se clasifican en 8 categorías de forma jerárquica, que son los clásicos reino, filo, clase, orden, familia, género y especie, además del dominio, que sería superior a los reinos (aunque se introdujo más tarde). Cuando nos referimos a un organismo, usualmente nombramos su género y especie. Por ejemplo: Homo sapiens, Pinus pinea (o pino piñonero), Escherichia coli (bacteria habitual en nuestro intestino). Como habrás podido ver, estos nombres se escriben en cursiva, y el género siempre va en mayúscula. De ahí que escriba Salmonella enterica. Sin embargo, en esta bacteria la cosa es más complicada, porque se han identificado cuatro tipos principales, ligeramente distintos, de S. enterica que pueden provocar enfermedades en humanos. Estos cuatro tipos se han denominado serovares, y a cada uno se le ha dado un nombre. Aquí el tema de la escritura no está tan claro, porque no es algo que suceda muy a menudo. De hecho, gracias a tu pregunta he comprobado cuál es la forma más frecuente de escribirlo, y resulta ser Salmonella enterica serovar Typhi (en lugar de Salmonella enterica serovar typhi, como había escrito en la entrada). Así que gracias a ti lo he corregido.
Volviendo a los cuatro serovares de S. enterica, por si tienes curiosidad, son: S. enterica serovar Typhi, S. enterica serovar Paratyphi (las que causan fiebre tifoidea), S. enterica serovar Enteritidis y S. enterica serovar Typhimurium (que provocan gastroenteritis conocidas como salmonelosis).
Ya te digo que el tema es complicado, y tampoco soy ninguna experta, pero espero haber dado una respuesta decente a tu pregunta.